Cuando no nos damos cuenta que el Estado es demasiado grande, convertimos a nuestros vecinos en enemigos

El Estado, con su potencial para imponer y regular a través de la ley, tiene una gran capacidad para influir en la vida de los ciudadanos. Esto puede conducir a conflictos cuando se intenta traducir una amplia gama de pensamientos individuales y creencias en leyes y políticas universales. Cada ley es una forma de obligación impuesta a todos, lo cual puede resultar en violencia si ciertas leyes son impopulares o entran en conflicto con las creencias de algunos.

La amenaza de la violencia estatal es real, en particular si pensamientos o creencias particulares se generalizan e imponen a través de la ley a aquellos que no los comparten. Por lo tanto, la manera más efectiva de promover la armonía, unidad y hermandad ciudadana es limitar la influencia del Estado a las áreas e ideas básicas que tenemos en común, que pueden ser la educación, la salud, la justicia y la seguridad, dependiendo del contexto de cada sociedad.

Este enfoque maximiza el potencial de las ideas comunes para unirnos en lugar de dividirnos. También minimiza el impacto de las diferencias ideológicas que pueden convertirnos en adversarios. Además, al mantener las funciones del gobierno centradas en áreas críticas y limitadas, los ciudadanos pueden estar más conscientes de los problemas existentes, las deficiencias y las demandas necesarias en estas áreas. Esto puede llevar a una mejora en la eficiencia del gobierno y la calidad de los servicios que brinda.

Por otro lado, a medida que el Estado se expande más allá de estas áreas y se adentra en otras esferas de la vida social y económica, aumentan las posibilidades de discrepancias entre los ciudadanos. Con cada nueva intervención estatal, las diferencias pueden llegar a ser tan extremas que los ciudadanos pueden llegar a ver a sus compatriotas como enemigos, erosionando el tejido social y amenazando la paz.

En conclusión, un Estado limitado y concentrado en áreas de consenso general puede ser la clave para mantener la paz social, mejorar la eficiencia gubernamental y minimizar la coerción y la violencia estatal. Es una propuesta que respeta tanto nuestras diferencias individuales como las áreas en las que nos unimos como sociedad.

¿Es somalia un ejemplo de fallo del libre mercado o del capitalismo?

Partido Socialista Somali
Somalía fue una colonia inglesa/italiana hasta el año 1960, donde se realizan las primeras elecciones del país, eso si, los politicos eran mayormente somalis que trabajaron en la administración inglesa y estaban alienados a los intereses britanicos, Aden Abdullah Osman fue el primer presidente de somalía seguido por Abdirashid Ali Shermarke, durante sus gobiernos se intentó establecer las bases póliticas del país por lo que en cuestiones económicas no tuvo desarrollo real. 
 
Solo 9 años después de su independencia, en 1969, un dictador socialista de nombre Mohamed Siad Barre quien realiza un golpe de estado y asesina el presidente en turno Abdirashid Ali Shermarke, quien solo duró 2 años en el poder.
 
Siad Barre somete a somalía al socialismo durante 22 años que duro en el poder.
 
En el sistema somalí el presidente y sus partidarios ocupaban los puestos importantes de poder, y una Asamblea Popular no tenía poder real. 
 
El sistema legal se basaba en gran medida en la ley islámica; no existía un poder judicial independiente; y los derechos humanos fueron violados con frecuencia. 
 
Sólo existía un partido político legal, el Partido Socialista Revolucionario Somalí, y varias organizaciones de masas de estilo socialista.
Partido Socialista Somali

Partido Socialista Somalí durante el régimen de Mohamed Siad Barre

El 24 de octubre de 1969, en su primer discurso tras tomar el poder, Siad Barre marcaría un nuevo tono para el país.

“La intervención de las fuerzas armadas era inevitable”, dijo. “Me gustaría pedir a todos los somalíes que salgan y construyan su nación, una nación fuerte, que usen todos sus esfuerzos, energía, riqueza e inteligencia para desarrollar su país”, continuó.

“Los imperialistas, que siempre quieren ver a la gente en el hambre, la enfermedad y la ignorancia, se nos opondrán para que les supliquemos… unamos nuestras manos para aplastar al enemigo de nuestra tierra”.

Para el 1 de noviembre, suspendería la constitución, disolvería el parlamento, prohibiría los partidos políticos y aboliría la Corte Suprema.  Sin una pizca de ironía, el país pasó a llamarse República Democrática Somalí, ironía que comparte la República Democrática de Corea del Norte.

Durante su dictadura inició una fuerte represión y propaganda anti capitalista fue permeando la cultura somalí.

Dictador Socialista Somali Muhammad Siad Barre

En 1991 un golpe de estado expulsa a Siad Barre del poder, el presidente nigeriano Ibrahim Babangida le ofreció asilo en su país. El derrocado líder escogió como destino la ciudad de Lagos, en la que vivió hasta su muerte, ocurrida el 2 de enero de 1995.

Tras el colapso del gobierno central en 1991, se ignoró la constitución. Varias coaliciones y alianzas políticas basadas en clanes intentaron establecer el control en todo el país. En mayo de 1991, una de esas alianzas declaró la formación de la República independiente de Somalilandia (Somaliland) en el norte, y en julio de 1998 otra declaró la formación de la región autónoma de Puntlandia en el noreste.
 
Cada uno formó su propio gobierno, aunque ninguno es reconocido por la comunidad internacional.
 
Mientras tanto, el sur fragmentado y desgarrado por el conflicto estaba en gran parte en manos de varios grupos de milicianos basados en clanes en guerra entre sí, provocadas por las colectivizaciones de tierras, disputas y desplazamientos de los clanes realizados durante el régimen socialista de Mohamed Siad Barre, en conclusión la situación en somalia es 100% heredera del socialismo y el imperialismo, no del liberalismo ni capitalismo.

Bosqueja and the Libertarian Economists Murray Rothbard and Emiliano Zapata

murray rothbard and emiliano zapata

Evaluating the libertarian principles of Bosqueja and the libertarian economists Murray Rothbard and Emilio Zapata requires an understanding of the principles of capitalism and the free market. In this article, we’ll take a closer look at the libertarian economics of Bosqueja and Rothbard. The ideas of both are deeply related.

The first thing to understand is how these two thinkers came to the same conclusions. Both were educated at the Birch Wathen School in New York, and they excelled in their undergraduate studies at Columbia. Despite this, they were not exposed to Austrian economics in college. In fact, their approach to economics was initially derided by some of their peers, including the editor of a pamphlet promoting rent control in Mexico.

The second difference between these two economists is the way they view the economy. Zapata, a Libertarian, advocated a stateless society. He claimed that the only society consistent with natural rights is one in which there is no centralized authority. He believed that freedom means private property, and that consent is a prerequisite for a legitimate society. Similarly, Rothbard was unable to reconcile a monopoly government with his theory of economic freedom.

Emiliano Zapata was a gentleman soldier in rural Morelos. He was an entrepreneur, a socialist, and a true man of the people. His values and philosophy aligned with the principles of libertarian economics. In addition, his communitarian culture in the country made him sympathetic to socialist ideas, and he lived by key libertarian principles.

The second difference between the two is the way in which they approach the idea of the free market. The libertarian philosophy of Zapata emphasizes individual responsibility and self-ownership. While he was a controversial figure, he espoused the notion of self-ownership and a lack of government involvement in the economy. It also advocates a free market and is inimical to taxation.

Although Emiliano Zapata was a gentleman soldier in the rural region of Morelos, he was also a businessman and a great libertarian. Though his socialist ideas were rooted in his communitarian upbringing, he embraced libertarian principles to build a strong, prosperous country. In the end, he achieved all of his goals and was one of the most influential libertarians of all time.

During the 1960s, Rothbard was active in the Libertarian Party, frequently involved in internal politics and founding the radical caucus of the party. He was an opponent of “low tax liberalism” as promoted by Cato Institute president Edward H. Crane III and presidential candidate Ed Clark. The two men differed in their approach to governing a nation.

The zapatistas were an intellectual force. He allied himself with both right-wing populists and libertarians. The two opposing ideologies argued over the value of liberty. The libertarians, in turn, opposed fascists, and leftists, have been a common enemy. While the zapatistas may be on the opposite sides of the political spectrum, they were essentially pursuing the same goal.

The debate over the freedom of speech is an important issue. The right to free speech and the right to privacy are important issues for many people. Both men’s ideas on the right to free speech and self-ownership are important. But there is a difference between liberty and the right to speak freely. The Austrian School of economics is a fundamentally different philosophy, and they are not necessarily compatible.

The two were ideologically opposed. In their 20s, Rothbard was anti-New Deal and anti-interventionist. He was also a friend of the quasi-pacifist Nebraska Republican Congressman Howard Buffett. In 1982, he co-founded the Ludwig von Mises Institute and wrote a history of money and banking in the United States: The Anarchists.

Should Libertarians Oppose Drug Prohibition?

libertarians about drugs

Many Libertarians have raised the question of whether prohibition is a good idea. The argument is that drug use by adults is dangerous and limits freedom. Prohibition is a false solution to the problem. It only creates more addicts and costs the government more money. It also results in a huge expansion of police powers and increased reliance on “no-knock” warrants. Furthermore, drug prohibition violates the basic rights of individuals, limiting their ability to live a free life.

A libertarian should oppose the use of drugs. While he believes that a government should protect freedom and personal liberty, he also says that the government should protect the latter. Freedom requires rationality and drug use interferes with those faculties, preventing people from free action. Additionally, people on drugs are more likely to harm themselves or others. The evidence is clear that drug use leads to social failure, criminal activity, domestic violence, and destructive parenting.

Libertarians oppose drug use. However, they do support the use of marijuana and other legal substances. They argue that the federal government’s war on drugs is necessary to protect freedom and reduce the risk of disease and death. They argue that the “war on drugs” is a failed policy that has cost Americans their personal liberty and responsibility. This is why they are adamantly against the use of illegal drugs.

The argument that marijuana and drugs should be legal is not new. Libertarians believe that the government should protect freedom and limit government intrusion in private behavior. But, they disagree on the principle that drugs undermine personal freedom. They say that they do not understand how drugs affect our lives and diminish our personal freedom. This debate is a well-known one. This question will continue to arise in the future. But, it’s a broader issue.

In a recent article, a libertarian expert named John P. Walters argued that “drugs are not a crime” and that the government should not prohibit it. The two sides disagree about how to deal with the problem. They argue that laws and policies are unnecessary and can harm people and society. A more realistic approach would be to promote health and safety. The first objective of a libertarian is to preserve freedom for others.

Another goal of the libertarians is to protect individuals from drug abuse and drug addiction. They should seek ways to help those in need, while limiting the dangers of drug use. They need to have the proper information before making a decision. But a good libertarian should be concerned with the public health of their fellow citizens. This is a matter of morality, not of law. The best way to protect the public is to prevent addiction.

The libertarian view of drugs opposes paternalistic interference in clinical settings. Physicians cannot coerce patients to take a prescription that they have been forbidden to use. Neither can public officials force people to take a drug that they do not need. In short, a libertarian approach to drugs will allow people to make decisions about their own health. But drug use will not be limited by legalization.

Many Libertarians argue that recreational drug use is an infringement of the conditions of freedom. In short, legalizing recreational drugs does not help our society promote freedom. It is incompatible with the vision of a free society, according to John Stuart Mill. The government has a duty to protect individual rights and ensure that they do not compromise them. This means that drug prohibition is an important pro-liberty position.

For example, Portugal’s prohibition of drugs has paved the way for freedom in modern society. The Libertarians also argue that recreational drug use is an immoral policy. As a result, they do not believe in legalizing drugs. They also believe that allowing recreational drug use is an immoral policy, which violates the principles of free society. This is because it is not a legitimate means of achieving freedom, but a symptom of it.

In addition to legalizing drug use, libertarians also believe that the prohibition of drugs is unnecessary. There is no legitimate reason for the drug prohibition of alcohol. A few Libertarians even claim that this is the best way to reduce crime. That doesn’t mean that we should have to stop using drugs, but it is an indication that we don’t want to impose them upon ourselves. In addition, they argue that we should have the right to decide what is safe for us and for others.

Should Libertarians Care About More Than the State?

Must Libertarians Care About More Than the State

The question of whether libertarians must care about more than the state is not an easy one to answer. While libertarians are generally hostile to the authority of the state, they do believe that the state can engage in a few minimal activities. These include enforcing individual rights and freedoms, as well as ensuring that public goods are provided. Some might argue that the state should be allowed to conduct such activities, but they don’t think the state has the right to do so.

The libertarian position opposes most government activities, believing that they should be transferred to the private sector. They believe that people should have the right to live freely without interference from governments. They also believe that states can legitimately provide police, courts, and military services, and provide taxpayer-funded aid to the poor. However, they don’t see the need for such services, believing that these functions are essential for a healthy society.

The main argument for allowing a state to rule over their citizens is that they are morally justified. However, libertarians tend to distrust democratic states. There’s a growing body of evidence that proves that voters are inherently ignorant and biased. Democracies have done little to improve this condition. Because people are rational, it seems logical to stay ignorant. The costs associated with educating themselves about politics are too high.

As an independent, self-governing individual, it’s important to understand the role of government in our lives. Our rights as individuals are paramount and we should never surrender them to government. The state should enforce these rights and respect the freedom of individuals. If we can’t trust a government, then we must not live in that society. If we are going to live in a democracy, it’s better to choose an alternative.

In order to live in a free society, the state should promote the flourishing of individual individuals. Nonetheless, a free society has many problems, and it’s difficult for a libertarian to live in a free country. In the end, it’s up to us to decide the best way forward for our future. The question is, should we care more than the state do?

Moreover, there is no consensus on the legitimacy of the state. While libertarians do agree on the legitimacy of the state, they are deeply skeptical of the legitimacy of government. As such, they reject the concept of a “free” state. For example, a state should not have the ability to impose taxes on citizens. But a society that does not have rules will not be a free society.

The answer to this question depends on what kind of society we want. There is no consensus on what sort of society we want. The question of whether the state should provide public services is not a political one. The answer largely depends on whether we want to have a free society. But we do believe that the state should be responsible for our lives. The question of whether the government should be free is not a simple one.

While the role of the state is undisputed, there is a large gap between libertarians and traditionalists. The former is highly skeptical of the legitimacy of the state. Likewise, the latter is sceptical of the state. It is an ardent libertarian. Nevertheless, the latter rejects the idea of a free society. Essentially, the government should ensure the rights of individuals.

While libertarians are skeptical of the power of the state, they should still recognize that the state should be able to provide basic services to its citizens. They must not care about the state’s role in society. If they want to protect the rights of people, they should make the state accountable. The state should enforce these rights. The people should be able to live freely. If they are not, the government is not legitimate.

La economía en 20 sencillas lecciones

Extracto del Prólogo de Juan Ramón Rallo al libro de Hazlitt La Economía en una Lección editado por Unión Editorial.

Aunque Hazlitt nos hablara de una sola lección, la básica, la sintetizada en el propósito de la economía como ciencia, lo cierto es que a lo largo del libro podemos detectar 20 aplicaciones prácticas de esa lección general, esto es, 20 minilecciones que nos servirán de guía para demostrar que este sexagenario libro está de rabiosa actualidad.

1.- La destrucción no es beneficiosa.

La primera lección de Hazlitt pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los factores productivos se trasaladarán a fabricar un nuevo cristal, pero durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje. Evidente, ¿no? Pues no tanto, aun hoy esta falacia de la ventana rota sigue demasiado presente en nuestras vidas. Así, por citar sólo algunos casos recientes, a comienzos de 2005, tras la tragedia humana y económica que supuso el tsunami del Indico, Alastair Corera, vicepresidente de la agencia de calificación Fitch, hoy felizmente desacreditada, sostenía que: «El tsunami es una oportunidad de crecimiento para Sri Lanka». No estaba sólo. Poco después de la devastación de Nueva Orleans por el Huracán Katrina, el economista jefe del banco estadounidense Wachovia, hoy felizmente quebrado y absorbido por Wells Fargo, se descolgaba con las siguientes declaraciones: «Generalmente es bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala como sucede ahora». Y, por último, en marzo de 2011, después del devastador terremoto que padeció Japón (9 grados en la Escala de Richter, el séptimo más potente de la historia), Lawrence Summers, antiguo rector de Harvard, ex secretario del Tesoro de Clinton y ex presidente del Consejo de Asesores de Obama, no tardó demasiado en frivolizar acerca de la tragedia y declarar que «irónicamente, el terremoto puede dar lugar a incrementos temporales del PIB gracias al  proceso de reconstrucción».

2.- Las obras públicas no generan empleo.

Otro claro ejemplo de políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública. Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras… Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos (lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve. Con la crisis económica de 2008, los gobiernos de todo el mundo se embarcaron en faraónicas obras públicas con el propósito de estimular la actividad y generar empleo. 

3.- Los créditos baratos perturban la producción.

Los créditos artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente —su deudor puede devolver principal e intereses— éste podrá sufragarse en el mercado libre; si tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían generado valor a otros que lo destruyen. Y, sin embargo, ahí han estado las Freddie Mac, las Fannie Mae o las Ginnie Mae de turno en Estados Unidos o aquí han estado las cajas de ahorros españolas: todo este entramado de empresas semipúblicas tenía como cometido hacer llegar el crédito a aquellas personas o compañías a las que el avariciosos sector privado no quería prestar. Con el estallido de la crisis del 2008 se comprobó que sus inversiones habían sido tan inteligentes para generar un agujero de cientos de miles de millones de dolares que, por supuesto, debían cubrir todos los estadounidenses y todos los españoles con sus impuestos. 

4.- Las maquinas no destruyen puestos de trabajo.

El típico temor decimonono del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas maquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello nuevos empleos. A día de hoy aún siguen produciendo razonamientos similares a los de los luditas; por ejemplo, cuando la industria musical afirma que la piratería destruye miles de puestos de trabajo —un informe de Promusicae de 2008— sostenía que, como consecuencia de la piratería, se perdieron ese año 13,000 empleos—, lo que en el fondo está diciendo es que el abaratamiento de la copia musical merced a los nuevos dispositivos —a las máquinas— hace redundantes multitud de empleos que se perderán de manera irremediable. Ni tiene en cuenta los empleos que directamente se crean para producir los reproductores mp3 o mp4 ni los que indirectamente surgen de la re inversión de los beneficios o del consumo de la renta adicional. 

5.- Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo.

Si partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema, claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la mitad. En definitiva, que una persona quiera trabajar menos horas es una decisión perfectamente legítima y racional… siempre que esté dispuesta a asumir el coste de oportunidad  de esa decisión: un menor salario que si trabajara durante más horas. Debe ser, pues cada individuo quien decida qué es lo que más le conviene: si trabajar más o ganar menos. Pese a ello, los sindicatos españoles y europeos no han dejado ni un momento de reclamar durante los últimos 20 años la semana laboral de 35 —en Francia incluso llegó a implantarse desde el año 2000 al 2008 con desastrosos resultados—. Lo más gracioso es que uno de los argumentos que ofrecen los lideres sindicales para justificar semejante imposición es el de que genera nuevos puestos de trabajo. Así, por ejemplo, en el 37° Congreso de la UGT celebrado en 1998 y que llevaba como nombre «Por las 35 horas. Empleo y solidaridad», se afirmaba que las 35 horas sin merma salarial eran un «un mecanismo efectivo para la creación de empleo».

6.- Los funcionarios no estabilizan la demanda agregada.

Fruto de la doctrina keynesiana nace la convicción de que nuestras economías están sometidas a unas demandas agregadas muy fluctuantes que hay que estabilizar para evitar los ciclos económicos. Una de las maneras que propuso Keynes y que sin duda han seguido todos los políticos al pie de la letra es la de acrecentar el sector público: si el Estado gasta un porcentaje muy alto del PIB, da igual en lo que sea, la demanda apenas fluctúa. En parte ese aumento estructural del gasto se ejecuta mediante un incremento en el número de funcionarios, quienes, al tener sus puestos de trabajo asegurados de por vida, pueden consumir de manera más estable. No obstante, deberíamos tener claro que un mayor número de funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el mayor gasto publico va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo, dado que los funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el mayor gasto público va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo, dado que los funcionarios no se dirigen necesariamente a satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores, su eliminación y traspaso al sector privado si contribuiría a incrementar la productividad. Pese a ello, cuando en 2010 el Gobierno español propuso recortar un 5% el sueldo a los funcionarios y el Ejecutivo inglés anunció la reducción del número de empleados públicos, fueron numerosos los economistas y políticos que sostuvieron que semejantes medidas de austeridad redundarían en una contracción de la demanda agregada y, por tanto, en un agravamiento de la crisis. 

7.- El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra producción.

Todas las medidas que se concentran en maximizar el número de empleos por procedimientos ajenos al mercado, sufren del mismo error: considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios útiles a disposición de los agentes económicos. A día de hoy el pleno empleo sigue siendo un fetiche de los políticos, probablemente porque permite apelar de manera más directa a los intereses de los votantes. En la crisis que comenzó en 2008 hemos visto a los políticos, nacionales y extranjeros defender una enorme cantidad de intervenciones —como los planes de estímulo— con el propósito de crear empleo. Asimismo, el crecimiento económico suele ser relegado en el discurso político a un segundo lugar: de hecho, lo positivo del crecimiento no es que nos enriquece, sino que permite generar puestos de trabajo. 

8.- Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos.

La retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el siglo XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una sociedad es obtener los bienes y servicios lo más baratos posible; si éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla otras industrias y genera empleos en el interior); si el Gobierno fija aranceles a la importación de productos, simplemente estará orientando la economía a producir de manera ineficiente unos bienes y servicios que están disponibles más baratos en el extranjero, perjudicando a gran cantidad de empresarios internos cuya demanda desaparecerá cuando los consumidores deban abonar sobreprecios por las mercancías domésticas que antes adquirían en el extranjero. No obstante, los sesgos mercantilistas siguen muy vivos: durante la Gran Recesión, por ejemplo, las criticas a China por mantener la paridad de su moneda con el dolar y por destruir de manera imperialista puestos de trabajo en Occidente han sido generalizadas. Simultáneamente, no obstante, la Unión Europea mantenía sus gravosos aranceles sobre la importación de alimentos y los Estados Unidos de Obama iniciaban una campaña de concienciación para comprar productos fabricados dentro del país (Buy American).

9.- Importar y exportar van de la mano.

Un subproducto de la retorica mercantilista es la idea de que exportar es bueno e importar es malo. En realidad, si vamos más allá del velo monetario, a largo plazo las importaciones se pagan con exportaciones (por tanto, si importamos menos exportaremos también menos) y las exportaciones se destinan a pagar las importaciones futuras (en caso contrario, estaríamos regalando nuestra producción interna al extranjero). El error, sin embargo, no ha impedido a muchos economistas promover activamente devaluaciones competitivas, cuyo propósito es claramente el de aumentar las exportaciones y disminuir las importaciones… a costa de las exportaciones e importaciones del resto de países. En la Gran Recesión ha habido numerosos ejemplos de devaluaciones que han sido en general aplaudidas por casi todos los políticos y economistas: las más conocidas, la del zloty polaco o la de la corona islandesa, aunque también cabría mencionar la petición casi generalizada de que China revaluara el yuan para así devaluar el dólar.

10.- Los precios remunerativos destruyen riqueza. 

Los distintos grupos de presión suelen defender que el Gobierno tiene la misión de garantizar unos precios que hagan rentable determinadas producciones estratégicas, como la agricultura; para ello se defiende la imposición de precios mínimos, la destrucción de producción o la adquisición estatal de mercancía para mantenerla fuera del mercado. Obviamente, se trata de una aplicación  particular de la falacia de la ventana rota que ya hemos tratado: es una simple redistribución de la renta (desde los consumidores a los productores privilegiados) pero que genera pérdidas netas para el conjunto de la sociedad. El caso más conocido y extendido es el del apoyo gubernamental a la agricultura con la excusa del auto abastecimiento dentro de la Unión Europea y a través de la Política Agraria Común (PAC).

11.- Salvar industrias no rentables destruye riqueza.

No resulta inhabitual que ante una quiebra empresarial, los grupos de intereses directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida de puestos de trabajo. Cuando mayor es el tamaño de la firma —y por tanto más elevado el número de empleados—, mayor es también la insistencia en la necesidad del rescate. En realidad, no obstante, debería ser más bien al revés: un plan de negocios que pierde dinero es un plan de negocios que está dilapidando una gran cantidad de recursos muy valiosos en fabricar bienes y servicios mucho menos útiles. A mayor tamaño, pues, mayor responsabilidad y mayor necesidad de reestructuraación. Pese a ello, las intervenciones políticas para salvar empresas o industrias con la finalidad de conservar puestos de trabajo siguen siendo demasiado frecuentes. Sin ir más lejos, en 2009 Barack Obama rescató a la muy ineficiente industria automovilística del país con el pretexto de salvar más de doscientos mil puestos de trabajo; doscientos mil personas, por tanto, a las que les siguió dando un uso inadecuado dentro del sistema económico.

12.- Las decisiones empresariales deben estar basadas en el ánimo de lucro. 

Los socialistas, al tiempo que denunciaban la anarquía productiva del capitalismo, han venido afirmando que el libre mercado es un sistema ineficiente porque, al condicionar las decisiones empresariales al ánimo de lucro, impiden sacar todo el partido posible a las fuerzas productivas, ¿Por qué la inexistencia de beneficios debe conducir a una paralización de la producción? ¿No sería mejor acaso maximizar todas las lineas productivas? Parece claro que semejante razonamiento pasa por alto que los recursos son escasos en la medida en que se les puede dar número prácticamente infinito de usos alternativos, de ahí que necesitemos un mecanismo que permita jerarquizar la urgencia de esos usos alternativos. Este mecanismo son los beneficios: cuando aparecen pérdidas significa que los recursos se están destinando a satisfacer los fines menos urgentes e importantes, desatendiendo los más urgentes e importante. El error de fondo, pues, consiste en pensar que nos encontramos en una economía de la abundancia en la que no hay que priorizar ciertos usos de los recursos. En España, por ejemplo, los distintos gobiernos populares y socialistas estuvieron subvencionando a lo largo de la primera década del siglo XXI las energías renovables, pese a operar con pérdidas milmillonarias; la justificación fue que de este modo se generaba empleo y se incrementa la producción de energía verde, cuando en realidad lo que se estaba haciendo era destruir riqueza y puestos de trabajo al encarecer el coste de la electricidad. 

13.- Los especuladores son los encargados de estabilizar intertemporalmente los precios.

Ya hemos visto que los precios remunerativos destruyen riqueza; esto es, carece de sentido que deba garantizarse la rentabilidad de todo plan de negocios. Un razonamiento similar, aunque no idéntico, es que los mercados se mueven en forma de mandas, lo que puede dar lugar a descoordinaciones sociales: si cuando todos venden se reducen demasiado los precios, se producirán quiebras empresariales que elevarán los precios futuros. Por ello, se razona, el Estado tiene que evitar las reducciones excesivas de precios, absorbiendo los excedentes invendibles o fijando precios mínimos. Claro que esta estabilización intertemporal de los precios es justo a la actividad a la que se dedican los denostados especuladores: comprar y acumular mercancías en momentos de elevada oferta y venderlas en los momentos de menor oferta. Aquella porción de la oferta que no sea absorbida ni por los especuladores ni por los consumidores será oferta redundante que deberá de interrumpirse, para lo cual puede ser necesario que se produzcan quiebras empresariales; esto es, que las explotaciones marginalmente menos rentables salgan del mercado (y se dediquen a fabricar otro tipo de bienes y servicios más valiosos). El Estado, al incrementar los precios o absorber la producción, impide este necesario reajuste. De nuevo, el ejemplo de la protección de la agricultura en Estados Unidos y en la Unión Europea durante el último medio siglo es suficientemente ilustrativo de lo arraigadas que siguen estas ideas. 

14.- Los precios máximos generan desabastecimientos.

En ocasiones, lo intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan, sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población. El notable fracaso de los precios máximos no ha llevado, sin embargo, a que los políticos renuncien definitivamente a hacer uso de los mismos: en enero de 2011, por ejemplo, el presidente francés Nicolas Sarkozy propuso ante el G-20 un control internacional de los precios de las materias primas agrícolas con la idea de hacerlas asequibles a toda la población mundial.

15.- Los salarios mínimos generan paro.

Uno de los mitos económicos que sigue gozando de un mayor predicamento entre nuestras élites políticas, pese a que la ciencia económica ha puesto de manifiesto en reiteradas ocasiones todos sus errores, es que los salarios mínimos constituyen un mecanismo efectivo para incrementar los salarios, En realidad, como Hazlitt explica con claridad, los salarios mínimos no son más que un caso de precio mínimo que, por consiguiente, genera idénticas consecuencias: o provocan un incremento del paro o una redistribución interna de los salarios (unos suben a costa de que otros bajen). En todo caso, el escenario más habitual será el de un aumento del desempleo, lo que además dará lugar a una caída de la producción de bienes y servicios que padecerán todos los consumidores. Pese a ello, en 2011 casi todas las economías del mundo se veían políticamente sometidas a algún tipo de salario mínimo —ya fuera general o, más frecuentemente, sectorial a través de convenios colectivos—, dificultando el acceso al mercado de trabajo a las personas menos cualificadas y, por tanto, con una productividad marginal más baja.

16.- Los sindicatos no elevan los salarios de todos los trabajadores.

La doctrina marxista de la explotación capitalista sirvió para popularizar la idea de que los empresarios intentan, y consiguen, minimizar los salarios que abonan para así maximizar beneficios. Como si de un perfecto cartel se tratara, los empresarios no competían entre sí por captar trabajadores —lo cual empujaría los salarios al alza hasta que coincidieran con su productividad marginal descontada— sino que se asociaban para mantener los sueldos a raya. Como contrapeso, pues, se consideró imprescindible que los obreros también se organizaran con el propósito de elevar sus salarios y, para tal fin, nacieron los sindicatos. Hazlitt, si bien opina que el empresario disfruta de cierto poder de negociación frente al trabajador, es consciente de que los sindicatos sólo sirven para elevar los salarios de los trabajadores afiliados, lo cual llevará a los respectivos empresarios a, si son capaces de hacerlo, incrementar los precios de sus productos y, por esta vía a reducir los salarios reales de los trabajadores no afiliados; o, si no son capaces de repercutir en sus precios los mayores costes salariales, a despedir a los trabajadores marginalmente menos productivos; por tanto los sindicatos elevan unos salarios y disminuyen otros (incluso hasta el punto de desemplear a una parte de la fuerza laboral). Y frente a ello la solución no pasa por extender la sindicación a todos los obreros, pues en tal caso los salarios aumentarían a costa de los beneficios y, aparte de generar paro, ello sólo redundaría en una descapitalización de la economía y, por tanto, en menores salarios futuros. Aun así, los sindicatos siguen siendo una pieza omnipresente en casi todas las sociedades occidentales modernas a través de procesos propios fascismo corporativista como son las negociaciones colectivas.

17.- La economía no crece cuando se incrementan artificialmente los salarios.

Uno de los pretextos generalmente aducidos para defender las alzas salariales es que los trabajadores deben cobrar lo suficiente para adquirir el producto que fabrican. En caso contrario, la producción se hundirá por una insuficiencia de demanda agregada: ¿quién comprará las mercancías de los empresarios si los obreros no cobran lo suficiente? El mito en torno a este argumento, que apela directamente al interés lucrativo del empresario, creció con la anécdota de que Henry Ford subió los salarios a sus trabajadores para que pudieran adquirir sus vechículos, lo cual aumentó de manera muy sustancial sus ventas. Por supuesto, el argumento se cae por su propio peso: no tiene mucho sentido que Herny Ford adelante a sus trabajadores el mismo dinero que, en el futuro y con suerte, espera recuperar por la venta de sus productos. El error es fácilmente detectable cuando recordamos que, en realidad, no sólo son los trabajadores quienes consumen; también los capitalistas, gracias a los beneficios de sus empresas, forman parte de la demanda agregada de bienes y servicios (aunque sean en forma de inversiones, esto es, de bienes y servicios de capital). Más salarios puede generar un mayor gasto obrero, pero también provocará un menor gasto capitalista. La cuestión no es, pues, si los salarios pueden absorber toda la producción nacional, pues los beneficios también constituyen una parte de la demanda; como indica Hazlitt, los mejores precios y salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que, al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción disponible para todos. Pese a ello, la opinión de que los aumentos salariales siempre son preferibles a las reducciones salariales sigue muy presente en nuestras sociedades; en España, por ejemplo, era evidente que durante la Gran Recesión muchos salarios tenían que reducirse para que muchas empresas evitaran la quiebra y pudieran comenzar a recuperarse. Sin embargo, no fueron pocos quienes apostaron por una subida de salarios que reanimara la demanda interna, aun cuando ésta ya era claramente excesiva como reflejaba el enorme y persistente déficit exterior del país. 

18.- Los beneficios son una parte esencial de la economía.

Otro subproducto de la doctrina marxista de la explotación es que los beneficios son un robo al obrero y, por tanto hay que erradicarlos. En realidad, sin embargo, los beneficios son, por un lado, una simple remuneración por adelantar el capital a los trabajadores y otros factores productivos (magnitud que podríamos llamar «beneficios ordinarios») y, por otro, una remuneración por corregir errores empresariales y servir más eficientemente que el resto de empresarios al consumidor (lo que podríamos denominar «beneficios extraordinarios»). Sin beneficios la economía de mercado carecería de señales para asignar los recursos y para tratar de mejorar la calidad o de reducir los costes de aquellos productos que más urgentemente demandan los consumidores. Y, pese a todo, las denuncias y criticas contra los beneficios siguen siendo continuadas en Occidente: los beneficios demasiado altos son vistos con sospecha, como si fueran el resultado de haber robado o engañado a la sociedad (cuando, sino derivan de un privilegio estatal, son justo lo contrario: el fruto de haber beneficiado a una enorme cantidad de individuos). Incluso los beneficios no demasiados altos pero que no vayan acompañados de creación de empleo son asociados con una renovada explotación capitalista. Por ejemplo, en 2010 las empresas españolas mejoraron ligeramente sus beneficios con respecto a las mismas de 2009, uno de los momentos más duros de la recesión. No obstante, dado que ese aumento de los beneficios no fue asociado con creación de empleo (fundamentalmente porque, debido a la rígida regulación laboral, la única opción que tenían en España las empresas para reducir costes salariales era despidiendo a trabajadores), numerosos periodistas escorados en la antieconomía intervencionista no dudaron en denunciar los hechos como un abuso del capitalismo salvaje contra el bien común.

19.- La inflación destruye la división del trabajo.

El hechizo de la inflación ha sido una constante a lo largo de la historia. Dado que la mayoría de la población, incluyendo al Estado, suele ser deudora neta, la inflación ha sido vista como una velada estrategia de desapalancamiento. Como es obvio, las autenticas razones que hay detrás de la inflación se explicitan en muy pocas ocasiones; las más de las veces se suele justificar el recurso al envilecimiento de la moneda apelando a su capacidad para acelerar, aunque sea a corto plazo, el pleno empleo. Hazlitt hace como de costumbre un tratamiento bastante completo del tema: primero señala que la inflación es un impuesto oculto que redistribuye la renta desde una parte de la sociedad hacia el Gobierno y sus aledaños; luego advierte de que las dinámicas inflacionistas pueden volverse incontrolables, sobre todo cuando se deteriora con saña la calidad del dinero; más adelante recuerda que la única forma de lograr el pleno empleo es ajustando los precios relativos, entre los que destacan de manera especial los salarios, y critica que quiera alcanzarse este mismo resultado falseando el poder adquisitivo de los salarios nominales merced a la inflación; y, por último, recuerda que para incrementar el poder adquisitivo que sustente un determinado nivel de producción no es necesario provocar inflación, pues el poder adquisitivo, en última instancia, lo constituye la propia producción (como perspicazmente comprendió Jean Baptiste Say y sintetizó en su famosa Ley de Say). Los argumentos de Hazlitt, sin embargo, no han calado en absoluto en nuestra sociedad. Desde que escribió La Economía en una Lección el poder adquisitivo del dólar se ha hundido más de un 90% y, de hecho, durante la Gran Recesión, el único momento en seis décadas donde se percibía una tímida deflación, la Reserva Federal no dudó en multiplicar por tres sus pasivos para tratar de generar inflación en medio del aplauso generalizado de la práctica totalidad de economistas y políticos.

20.- El ahorro es la base de la prosperidad.

Si acaso, la última de las lecciones del libro sea el error que todavía se encuentra más extendido en nuestras sociedades. La llamada paradoja del ahorro —el sofisma que establece que el ahorro es beneficioso para el propio ahorrador pero perjudicial para el conjunto de la sociedad— ha impregnado a casi todos los colectivos sociales, hasta el extremo de llegar a sostener que el ahorro es un mero subproducto del gasto: sin gasto no hay renta y sin renta no hay ahorro. De poco ha servido que Hazlitt repitiera los sensatos argumentos tantas veces desarrollados por la Escuela Austriaca: que un aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo de interés; y que la causas de los ciclos económicos no cabe buscarla en el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de mercado. Pese a la contundencia de los argumentos austriacos, políticos, economistas y ciudadanos han continuado cegados por la idea de que el consumo estimula el crecimiento, tal como se comprobó nuevamente con los mal llamados planes de estímulo aprobados en 2009 para combatir la Gran Recesión: una crisis desatada por el exceso de endeudamiento y de consumo (derivados ambos de la manipulación a la baja de los tipos de interés de mercado entre 2002 y 2006) que se pretendió contrarrestar con más deuda y más consumo.

Por desgracia, casi todos los sofismas que con la meticuolisdad de un cirujano va desmontando Hazlitt siguen presentes en nuestras sociedades 65 años después de la publicación de La Economía en una Lección. De ahí que el paso de los años no le haya restado un ápice de actualidad a la obtra; será que ciertos sesgos liberticidas están casi tan asentados en nuestra naturaleza como inmutables son las leyes económicas que Hazlitt desentraña en esta magnífica obra con la que muchos nos introdujimos en el apasionante estudio de esta ciencia.

Madrid, 15 de marzo de 2011